Juanjo Conti

Sobre la existencia de los fantasmas

 

Una noche de verano en mi pueblo, cuando yo tenía quince años, salí con dos amigos, como hacíamos todos los sábados. Nos estábamos entusiasmando con el alcohol, por lo que el plan era sentarse en la mesa de un bar para ver quién aguantaba más. No queríamos ir a alguno de los bares de la calle principal porque siempre encontrábamos a algún amigo de nuestros padres

y temíamos que nos delate. La cobardía, entonces, nos llevó a rumbear por barrios con calles menos asfaltadas y luminosas.

Hicimos base en un sucucho de la calle Mazzini cerca de la ruta, conocido como «el bar de Alemandri». Empezaba a llover, así que nos mandamos para una de las mesas del fondo. Mis laderos pidieron un porrón para compartir y yo, que no había aprendido a disfrutar de la amargura de la cerveza, pedí un «aperitivo» (en casa solía tomar un dedo de Gancia rebajado con soda). En esa ocasión, el mozo me sirvió un vaso repleto de Cinzano y al costado, clavó un pequeño sifón de soda con el que (según parecía, así era el ritual) tendría que ir completándolo a medida que tomaba. Recuerdo que le pregunté a ese viejo flaco si eso se tomaba puro y, después de reírse de mí con ganas, dijo que así lo tomaban loshombres. Mis amigos se descostillaban a carcajadas.

Cuando ya había pasado una hora desde nuestra llegada y aún no había tomado dos dedos del brebaje, la puerta del boliche se abrió con fuerza por el viento.

Uno de los parroquianos se levantó para cerrarla, pero, cuando estaba por hacerlo, un pie se lo impidió. Al pie lo seguía el ser más desagradable que hasta ese momento había visto en mi vida. Tendría unos sesenta y cinco años, lucía ropa vieja, o sucia, no sé, tenía el pelo largo, la piel se le veía grasosa y sus dientes estaban todos podridos. Se sentó en una mesa y pidió caña Legui. Algunos nos miramos, cómplices, y nos dijimos que no era de por allí.

Volvimos a nuestra charla sobre fútbol; el mono Navarro Montoya acababa de hacer una atajada espectacular en el único televisor del antro. Era una repetición de hace unos años, pero la estábamos siguiendo como si fuese en vivo.

Nos volvimos a percatar de su presencia cuando escuchamos los gritos. El forastero se había trenzado con el dueño del bar en una acalorada discusión sobre la existencia de los fantasmas. Lo escuché a Alemandri contar la historia de una tapera en un campo cercano:

—Todos los domingos a la noche se escucha el chirrido de una soga bajando un balde en el aljibe. Lo curioso es que en ese campo ya no hay aljibe, sino bombas eléctricas. Una familia, que trabajaba en ese campo y vivía en la tapera, contó que una vez, tras oír los ruidos, salieron a la noche y con una linterna vieron a un hombre ataviado con ropas del 1800 sacando agua con un balde de madera. A su lado, una mujer, supuestamente su esposa, lavaba la ropa y la colgaba para que se seque.

El forastero bufó con ganas para que lo escuchen.

—¿Cómo pueden creer en esos cuentos?

—Ningún cuento, señor —y Alemandri pronunció con desdeño la palabra «señor»

—Esto que relato me lo contó un primo mío, vecino del campo donde aparecen las ánimas. Le digo más, en una ocasión llegaron al pueblo dos misioneros. La tapera estaba desocupada y el dueño se las ofreció para pasar la noche. Era domingo. A la madrugada, encontraron a los hombres de Dios en la ruta haciendo dedo para irse.

—Habladurías —dijo el forastero e hizo un gesto con la mano en el aire, como tratando de tumbar una mosca inexistente para restarle validez a la historia que el otro contaba.

Entonces, el duelo, que hasta ese momento era solo de vozarrones, se convirtió también en un duelo de gestos.

—Escúchame, sabandija —y mientras hablaba, el dueño del boliche, que había dejado de tratarlo de usted, sacudía el dedo índice como quien sacude la fusta antes de pegarle al caballo—-Vos no vas a venir a mi establecimiento decirme qué es verdad y qué no.

El sabandija lo apuntó con el mentón.

—Me imagino, entonces, que si tu primo es vecino ya habrás ido a la tapera un domingo a la noche a ver a los fantasmas.

El cantinero enmudeció primero y tartamudeó después.

—Bueno… es que yo los domingos a la noche tengo el boliche repleto y una excursión paranormal es un lujo que no me puedo permitir. Además… además… esos de aquella mesa también los vieron. Fueron en camioneta a cazar palomas al monte que está atrás de la tapera. Se les hizo la noche y cuando volvían caminando, vieron la escena. Basta decir que dejaron la camioneta y volvieron al pueblo corriendo.

Los dos de la esquina asintieron en silencio y ahora sí, Alemandri recuperó el color, sacó pecho y empezó a mover la cabeza esperando que el pelilargo, el aceitoso, el de los dientes podridos, responda. No lo hizo. El ganador de aquella discusión volvió a tomar la palabra.

—Entonces, ¿usted no cree en los fantasmas?

—Yo no —dijo el forastero. Y tomando el último trago de caña, se evaporó ante nuestros ojos.

 

 Juanjo Conti

(Santa Fe capital)

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